lunes, 20 de enero de 2014

EL COMITÉ DE DIOS



Ficha: Actores: Hector Díaz, Ana Garibaldi, Julieta Vallina, Alejandra Flechner, Roberto Castro, Gustavo Garzón, Gonzalo Urtizberea.
Dirección: Daniel Veronese.
Escenografía: Alberto Negrin.
Iluminación: Marcelo Cuervo.
Vestuario: Valeria Cook.
Sala: Picadero. Pasaje Santos Discepolo 1857


Comentario de Oracle

Siempre que veo una obra de teatro que me parece muy buena siento el deber moral de recomendarla, de instar a otros que disfruten del arte que yo tuve el placer de disfrutar. Por eso escribo estas breves líneas, para exhortarlos a acercarse al teatro Picadero y ver “El Comité de Dios”.
“Cada año, en Estados Unidos más de setenta mil habitantes con enfermedades cardíacas incurables esperan recibir un nuevo corazón, pero como son apenas alrededor de diez mil personas al año las que donan sus órganos, resulta que el cincuenta por ciento de los mayores de sesenta y cinco años que necesitaban ese transplante mueren antes de recibirlo. En los niños ese índice sube hasta el setenta por ciento. La red nacional denominada U.N.O.S. (United Network for Organ  Sharing), creada por el Departamento de Salud y Servicios Humanos, categoriza los futuros destinatarios según tipo de sangre, tamaño y condición física. En cada uno de los centros de categorización, un comité conformado por cardiocirujanos, cardiólogos, trabajadores sociales, coordinadores de transplantes y psiquiatras evalúa individualmente a cada receptor. Este comité –apodado “El Comité de Dios” en 1960 por la periodista Shana Alexander- decide a quien debe ser puesto en “la lista” para tener su chance de una nueva vida. Para estos pacientes, literalmente, las decisiones de este comité son una cuestión de vida o muerte” (texto extraído del programa de la obra).

Una sala de reuniones de blancas paredes. Una mesa ovoide en la que cada profesional integrante del comité tiene su lugar asignado, casi sacramentalmente, quienes llegan  uno a uno al lugar mostrando sus definidas personalidades. Siguen rigurosamente los formalismos establecidos en lo que sería un protocolo tácito, como si ello aliviara de sus hombros el peso que significa determinar quién va a estar primero en el listado de receptores para un corazón que está llegando en cualquier momento.
Analizan cada caso, por momentos con una fría agilidad la situación del paciente, en otros quedan estancados en una discusión que permite vislumbrar las subjetividades del ser humano que asoma sobre el profesional médico. Allí vemos entonces historias de vida que nublan una decisión que revista cierta objetividad, cuestiones presupuestarias, de costos y gastos de mantenimiento, de celos y ambiciones profesionales, entre muchas vicisitudes que van surgiendo mientras cinco candidatos al órgano que está por llegar al hospital esperan una decisión.
La obra, de modo descarnado, como una cachetada al espectador, nos muestra algo que generalmente no queremos ver: cómo las decisiones de vida o muerte las toman seres humanos, no instituciones. El término “institución” nos da a todos cierta tranquilidad, cuando en realidad es una entelequia, una quimera que da una denominación a un grupo de personas con sus miserias y grandezas, gente ordinaria cumpliendo una tarea extraordinaria.
De pronto, el padre de uno de los candidatos al corazón en cuestión ofrece donar al directorio del centro de donantes, para el mantenimiento del programa,  una millonaria suma de dinero –“sin perjuicio de la decisión que se tome”-sellando, para bien o para mal, la fortuna de su hijo. Así, los miembros del comité (dos cardiocirujanos, un cardiólogo, una psiquiatra, una médica clínica inexperta, un antiguo abogado devenido sacerdote) se encuentran ante una situación dilemática: si llevan al hijo del posible donante al primer lugar del listado o si, por una cuestión de incompatibilidad profesional, deciden excluir al mismo de la trágica “competencia”.
Daniel Veronese versiona el texto de Mark Saint Germain, autor de la exitosa “La última sesión de Freud” y ofrece una puesta donde lo que se destaca es la naturalidad en que los personajes interactúan entre sí. El muy bien elegido elenco pronuncia los textos sin esperar “los pies” de sus compañeros, dando una sensación de cotidianidad y realidad que hace que el espectador sienta que está en medio de las situaciones planteadas. Pareciera que director y actores trabajaron mediante muchas improvisaciones en la composición de los personajes y la relación entre los mismos. Años atrás, Vera Fogwill, tras abandonar uno de los proyectos de Veronese, calificó a este último como “un muy buen director de objetos”. Eso sucede, hay quienes son más puestistas que directores de actores, uno lo ve en esas obras en las que se nota que primó la ubicación casi coreográfica de los actores en el escenario ante la creación y composición de los personajes y la  conexión entre los mismos. Este no es el caso, aquí sí hay creación, uno no ve a un actor “haciendo de..” sino que ve al personaje en medio de la situación propuesta.
Director y actores logran demostrar esa comunión necesaria para que lo que se muestra sea real, convincente.
Se opta en la puesta por una interacción casi caótica, sin dar respiro al espectador. Todos dan sus puntos de vista, congenian o discuten entrando y saliendo de los temas de un modo vertiginoso. Se corre un riesgo, el de la confusión, la que por suerte se evita por el oficio de los intérpretes. El elenco lo componen Gustavo Garzón, como el presidente del comité que se reincorpora a sus funciones luego de una larga enfermedad; Alejandra Flechner, como una médica psiquiatra que recientemente ha vivido una experiencia familiar traumática; Roberto Castro, el antiguo abogado ahora sacerdote; Gonzalo Urtizberea, un soberbio y un tanto frío cardiocirujano preocupado por que las cuentas estén en orden para el mantenimiento del programa de trasplantes que integra; Héctor Diaz, un extrovertido cardiólogo confinado a una silla de ruedas; Julieta Vallina, la médica novata; y Ana Garibaldi, la enfermera y coordinadora del programa.
Si bien todos los actores se destacan por su oficio y profesionalidad, y logran componer sus personajes de modo convincente, han llamado mi atención las actuaciones de Ana Garibaldi y de Gonzalo Urtizberea.

Advierto que es una obra dura, no pasatista ni del tipo “veraniega” que suelen estrenarse en esta época del año. La dan en el teatro Picadero, que hace poco más de un año fue reabierto en el pasaje Santos Discépolo. Muy recomendable.


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