Cosa de
payasos
por Mariela Langdon
Reflexiones sobre objetos artísticos discriminados y
estéticas teatrales que laten por necesidad popular. Una mirada sobre los
trayectos del arte.
Qué es arte y qué no, es la
pregunta fundamental que exprimió el pensamiento de muchos estudiosos del tema.
Lo cierto es que se le sacó el jugo, y el resultado fue un cóctel posmoderno a
gusto del consumidor, a quien, debido a la mediatización que sumaron los
avances tecnológicos, se le facilitó el acceso masivo a obras de todo tipo. Según
el criterio del espectador, evaluando entre novedades y tradiciones, es
habitual que debata entre un arte comercial y otro que no lo es para hacer su
selección. Ante tanta oferta recurre, muchas veces, a la guía de las críticas de
blog, pero es él quien busca e investiga sobre lo que quiere ver y saber,
ya sea desde su casa o yendo a buscar la experiencia en vivo si así lo desea.
Hubo una época, del renacimiento
a las vanguardias, en donde los especialistas solo admitían la idea del deleite,
la de paladear un elixir de finas cepas, la de la armonía de las formas y la
veneración al artista genio protegido por las altas esferas sociales. La legitimación
de una pieza dependía de las condiciones impuestas por las instituciones del
arte, no era el público el que decidía lo que quería ver, veía lo que le
mostraban y sabía lo que no le era vedado. Quienes rompieron con ese sistema
fueron los artistas de las primeras vanguardias. Lucharon para que las obras
hablaran de sí mismas e introdujeron la idea del concepto: lo que se dice, más
allá de cómo se lo muestra. Pero los mensajes se encriptaron en las formas, y
para develarlos era necesario tener algún conocimiento específico; entonces, el
arte volvió a encerrarse en un círculo para pocos.
El campo artístico comenzó
a funcionar en relación a la codicia del saber y viró prontamente a la del
dinero. Comprar arte “de autor” o asistir a la representación de una pieza
vanguardista seguía siendo sinónimo de poder o de pertenencia al establishment.
Las buenas reproducciones también se tasaron y hasta apareció merchandising
oficial de algunos artistas. Este aparente callejón sin salida ya estaba
infiltrado por el brebaje que se cocinó desde tiempos pretéritos con la separación
entre artesanía y arte, y luego, dentro de esa delimitación, cuando se enfrentó
a lo popular con lo culto. Soslayadamente, el mensaje que se transmitió fue que
había un arte menor, la artesanía y lo popular, y otro en el podio. El primero
más comercial, de reproducción fácil, y el otro único. A la inversa de los
resultados que se fueron dando.
La tarea lineal de algunos historiadores
del arte occidental alentó el conflicto debido a la metodología utilizada, tema
que señaló Walter Benjamin, filósofo del siglo XX, en su Tesis de la
filosofía de la historia, en la que propuso otro tipo de mapeo histórico,
el de la constelación, al que podríamos entender como estrellado y relacional,
todo frente a nuestros ojos en un cielo completo y dinámico. Si los
recopiladores incorporan todos sus hallazgos al relato, el sentido de la historia
cambia, se abre. Por el contrario, cuando las producciones artísticas no
coinciden con la periodización y progresión causal y son desechadas por los
historiadores porque no sirven para justificar los procesos del modo que se los
quiere contar, el panorama se cierra.
Así es que quedó relegado
el estudio minucioso de la evolución de una tradición artística griega que dio
origen al teatro, la de la fiesta dionisíaca pura, la que no se fusionó con lo
bello, ni con la celebración parsimoniosa del culto al dios Apolo, sino aquella
que adoraba a Dionisos, a la embriaguez, al juego del exceso con carácter
catártico. Mijail Bajtín, teórico literario del siglo XX, en su obra La
cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, analizó lo que
ocurría en la época medieval, y describió como allí se mezclaba la danza, el
canto, las destrezas corporales, la burla, la ironía y el disfraz en una fiesta
sin diferenciaciones sociales, donde todos los participantes se unían por el
mito, único elemento aglutinante.
En esas fiestas populares,
todos se exponían por las calles como hombres completos, ya que no ocultaban lo
feo y lo exacerbaban con máscaras; compartían la algarabía con seres marginales
a través de la fealdad que aparecía como tragicómica, apelando a la dualidad de
la risa y el dolor como expresiones liberadoras. Este modo expresivo fue
ubicado en la historia de la humanidad como “carnaval”, y allí quedó, señalado
en un almanaque. Los artistas que trabajaban animando esas diversiones, y que debían
sobrevivir con dádivas durante todo el año, sufrieron la censura por su
vulgaridad y su basamento en lo instintivo y quedaron sin el alcance para
entrar siquiera a la categoría de comediantes. Por lo tanto, fueron discriminados.
Shakespeare y Molière
pertenecían a esas partidas, pero sabían escribir y pudieron legitimarse. Los
otros, los analfabetos, tuvieron que recurrir al ingenio, y se consolidaron en
su arte con la improvisación pautada, la destreza corporal, la danza, la
música, y la sátira. Emerge así un formato grupal llamado “Comedia del Arte”, en
Italia, replicado luego en otras regiones de Europa, donde se actuaban variadas
historias disparatadas, siempre con los mismos personajes. Esos estereotipos eran
formas individuales para burlar en cada representación a los arquetipos
sociales que habitaban las ciudades de su contemporaneidad. Y, quienes no
ingresaron a ese modo colectivo, atravesaron la historia con los motes de
juglares, trovadores, bardos, saltimbanquis, titiriteros, payasos, bufones,
volatineros, o charlatanes.
Corría el siglo XIX cuando
las convenciones denominaron Canovaccio, tinglado en español, a la pieza
creada por estos grupos; y pasó mucho tiempo hasta que pudo debatirse sobre ella.
Quedó como algo controvertido, fuera de dogma, se la clasificó como espectáculo,
cuando el nombre “Comedia del arte” señala a la palabra “arte”, o como “artes
del espectáculo” y no como “teatro”, cuando es “comedia”. Esta estética llega a
nuestros días instituida en el circo, el teatro comunitario y el callejero. Paradójicas
“nuevas” valoraciones, potencian a este arte ancestral en planes de políticas
culturales como método de inclusión social y es retransmitido en escuelas
especializadas o en cátedras de universidades, donde la pantomima, los
malabares, la improvisación, o la danza aérea, por ejemplo, ya no son una mala
palabra, sino técnicas de entrenamiento o un estilo de puesta en escena.
La vigencia de esta línea
estética, delata que el camino que se había intentado bifurcar no pudo matar lo
genuino, y que la necesidad del público y de algunos artistas de ir al magma también
incentivó a la fracción culta para desarrollar, al transcurrir de los años, una
amplia porción del teatro de texto a través de entremeses, farsas, sainetes y
vodeviles, como subgéneros menores, y la instauración del grotesco, en todas
sus acepciones, como género estable. Entonces, así, dotado de títulos
nobiliarios, sí se pudo admitir a un modo indiscutido de actuación para que no avergüence
con su origen; y, al fusionarlo con el mundo de las letras, se pudo seguir reverenciando
al “intocable” texto dramático, como único modo de hacer teatro.
Ya en el siglo XX, con dos
guerras mundiales, el sector culto tuvo que ceder una vez más, pues el cambio
venía desde “los campos de Apolo”, o sea del propio. Los intelectuales y hacedores
teatrales rusos y europeos como Antonin Artaud, Gordon Craig, Vsévolod Meyerhold,
Erwin Piscator y Bertolt Brecht, entre otros artistas, consideraron que el arte
teatral no podía ignorar, ni representar tal cual era, el horror de la guerra y
la degradación humana. Reciclaron la escena con una vuelta a la fiesta popular
porque descubrieron que allí había algo vivo que era bueno para el mundo. Una
especie de germen que podía sobrevivir a cualquier atrocidad. Fue así como diseñaron
un nuevo teatro en contra del naturalista, que era el que reinaba hasta el
momento, y cambiaron el arte teatral occidental hasta nuestros días encontrando
un equilibrio entre lo apolíneo y lo dionisíaco. No se enfrentaron al texto
dramático como tal, lo acuñaron de un modo diferente y le dieron otro sentido,
el del compromiso social.
Artaud propuso volver a los
griegos, a la crueldad que redime, al origen, al exceso; Meyerhold con su
bio-mecánica, tomó la disciplina gimnástica de la comedia del arte y trabajó el
simbolismo del hombre máquina; Piscator creó un teatro político con
lineamientos mínimos de texto y espectacularidad arquitectónica en convivencia
con filmaciones; Craig fijó la idea de la profesión actoral, el actor super-marioneta,
no como instrumento de otros, sino él dominando su arte; y Brecht escribió el
texto dramático de otro modo, lo organizó como montaje para construir mensajes con
escenas fragmentadas, hizo del teatro una fiesta con música en vivo –como el
dionisíaco-, evidenció el truco escénico para que el espectador pudiera
objetivar lo ficcional y relacionarlo con la realidad e incluyó al estereotipo
de personajes -como en la comedia del arte-, para que las masas pudieran
agudizar su crítica social. Estos creadores trabajaron para una cultura teatral
unificada y dejaron su legado en escritos, diarios personales, fotografías y bocetos.
Luego llegaron las plumas
de Eugène Ionesco y de Samuel Beckett, el “teatro del absurdo”, con
dramaturgias que plasmaban la imagen del hombre moderno, incompleto,
desdibujado, incomunicado, donde el peso del texto estaba en la multiplicidad
de lecturas posibles debido a particulares formas de construcción. Después hubo
una expansión en los procedimientos creativos porque, a través búsquedas
corporales e improvisaciones dialogadas, los elencos guiaban a los nuevos
dramaturgos para la escritura, es así como surge el autor-director y la
creación colectiva. En consecuencia, los directores tuvieron que reacomodarse,
y algunos, comenzaron a escribir. Y, aún más, estas figuras llegaron a ser
subsidiarias de una nueva: la del curador teatral que es quien propone una idea
general a un director-autor o a un autor-director, según el caso, o a varios,
si se los reúne para un ciclo. Éstos trabajan con sus elencos en función de lo
propuesto por el curador, quien pone el sello final. Esta apertura también se
da en las puestas en escena que mixturan variados lenguajes artísticos en un
mismo proyecto, como es el caso de la performance que se instaló antes
de terminar el siglo pasado como salida del atolladero en que se habían metido
las neo-vanguardias de cada disciplina.
El grupo mencionado había
agotado sus ideas cuando llegó a extravagantes límites creativos como lastimarse
el cuerpo en público o insultar a los espectadores, por ejemplo. Para
revitalizar la escena tuvieron que fracturar el encierro en el que estaban,
salirse de sí y unirse entre disciplinas diversas. Experimentaron el trabajo
grupal de acciones simbólicas en un nuevo modelo performático y de allí nació otro
apéndice, el subgénero bio-drama, invención argentina de la
curadora-directora-artista plástica Vivi Tellas, que es una pseudo-ficción
basada en la biografía, una vuelta a lo real haciendo público lo íntimo. Entre
tanta expansión y melange en continuo, el público adolescente, que ya casi
no mira la televisión, se aboca a internet para ver a los youtubers que muestran
su vida cotidiana como si fuera una telenovela; se lavan los dientes, cuentan chistes,
y cantan canciones mientras se dan una ducha. Son los nuevos “actores” de moda.
Tomando el concepto del filósofo
contemporáneo Gianni Vattimo, en El fin de la modernidad: nihilismo y
hermenéutica en la cultura posmoderna, creamos una figura poética en honor
a Baco y decimos, como conclusión, que el fermento de las vides, con tanto
vaivén, hizo estallar el arte. En esa explosión es que agoniza su alambique: la
estética filosófica tradicional. El vino derramado fue estetizando y
embriagando a la existencia misma, y, si es que hemos vuelto al carnaval y
estamos en un exceso superlativo constante, por el momento quedan dos caminos: volver
la vista a Brecht o seguir tirando serpentinas.
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