domingo, 30 de septiembre de 2012

Macbeth


Macbeth, historia de la enferma ambición por el poder y del devastador peso que este puede acarrear.
No hay seguridad absoluta de que esta tragedia sea en su totalidad obra de Shakespeare, ya que algunos afirman que ciertos pasajes podrían ser adiciones posteriores del dramaturgo Thomas Middleton, cuya obra La bruja (The witch) tiene múltiples afinidades con Macbeth.
La obra está libremente basada en el relato de la vida de un personaje histórico, Macbeth, quien fue rey de los escoceses entre 1040 y 1057. La trama esta centrada en el ascenso al trono de un noble escocés, al que accede mediante el asesinato, orquestado por este último e impulsado por su inescrupulosa esposa, del hasta entonces rey.
Por suerte, no me canso de repetir, Buenos Aires cuenta con un teatro municipal que permite acceder a estos maravillosos clásicos que nunca pierden actualidad.
En el caso, nos encontramos con una puesta moderna, ecléctica, con una escenografía consistente en andamios y caños con los que parece se quisiera fusionar castillos reales escoceses con fábricas modernas; utilería que reemplaza espadas medievales por escopetas y revólveres, vestuario que en vez de armaduras y atuendos reales ofrece uniformes militares y decadente ropa de gala; un sonido estruendoso, por momentos abrumador, que acentúa la oscuridad de la atmosfera que propone la historia. En el medio, coreografías con movimientos espasmódicos, mujeres vestidas al estilo gótico en un estado orgiástico cual ménades acechando a su presa, y el elenco masculino con el torso desnudo componiendo un "ballet-oráculo" que presagia la tragedia.
Con esta ambientación, Javier Daulte, uno de los mejores y mas prolíficos directores de la escena nacional, ofrece su versión de la obra que motiva este comentario.
Antes de ir al teatro, leí las críticas de los diarios de mayor tirada del país, quienes no vacilaron en calificar la obra como excelente, o muy buena, lo que despertó aun más mi curiosidad por verla.
Lamentablemente, no puedo coincidir con la crítica especializada y profesional en este caso. Mi honestidad intelectual me lo prohibe. Si bien la puesta es interesante -aunque, en lo personal, no soy muy adepto a las versiones "modernosas" de los grandes clásicos- hay innegables cuestiones que atañen a la dirección y a las interpretaciones que, el mismo Daulte reconocería, alejan a la obra de la excelencia que se le pretende asignar.
El primero, y con mucho pesar debo expresar, se encuentra en la dicción de los intérpretes. Cuando se decide hacer Shakespeare, los actores deben pronunciar los textos con la cadencia que estos proponen y, sobre todo, modulando de un modo extremadamente prolijo. Si no, la armonía se perderá, el sentido y el mensaje se perderán, y solo se escucharán bonitas palabras rebotando en la escenografía, volando a bambalinas, que nunca llegarán a la sala. Y eso se consigue con trabajo y tiempo, del director y de los actores.
En tiempos en que la dicción y la armonía del lenguaje, de la palabra en especial, estan en crisis, mayor es el trabajo que debe hacer el director para que los textos expresen un contenido. De lo contrario, se cae en la trampa de confundir el histrionismo exhacerbado con una buena actuación, o bien en aquella que lleva al actor a pensar que los textos clásicos se resuelven a traves de la declamación.
Aquí, los actores hacen un gran esfuerzo por resolver el desafío de componer tan complejas criaturas que se encuentran siempre al límite. Pero se los ve solos, sin la guía necesaria sobre cómo decir y, quizá lo más importante, cómo componer. Pareciera que se armó la puesta y luego se dejó a los actores a la deriva.
Declaman, gritan, por momentos actúan solo cuando les toca decir los textos, que quedan vacíos en labios de actores que parecieran no sentir ni entender lo que dicen. Saben que deben estar enojados, eufóricos, desesperados, pero no lo asimilan, lo que genera una llamativa ausencia de climas.
El primer ejemplo de esto lo da el prótagonico a cargo de Alberto Ajaka, quien basa su lineal interpreación en un estado de desesperación y enojo permanente, tan descontrolado que por momentos le impide decir con claridad los textos. No hay matices, es siempre exaltación.
Lady Macbeth es un personaje transcendental en la historia. Se trata de la conjuradora del crimen, aquella que traza el plan para que su marido dé muerte al Viejo rey y se haga con el trono. Sin embargo, Macbeth se muestra incapaz de acabar con la vida del monarca, por lo que es élla quien se encarga de asesinarlo. Para tan exigente papel, se requiere una actriz con una potencia dramática y una presencia escénica notable. Por ello, no fue en lo mas mínimo acertado convocar a una casi novata en las tablas Monica Antonópulos, que si bien obtuvo reconocimientos en televisión, debió considerar que, para arrancar, Lady Macbeth no era el papel indicado. Antonopulos luce hermosa y seductora, hecho ajeno a toda duda, pero también daclama y hasta en varias oportunidades tartamudea. En varios momentos se la ve demasiado concentrada en salir adelante con este desafío (un protagónico de teatro clasico en el San Martin) y eso la lleva a perder el personaje, el que de vez en cuando logra retomar. Hay un momento muy logrado, aquel en el cual la reina, sonámbula, lucha con los fantasmas de los muertos que lastiman su conciencia. Pero, en el todo, no pasa de una interpretación poco convincente y hasta fingida, nada propia a quien debe integrar un elenco profesional.
Luciano Caceres, en el rol de McDuff, el antagonista de Macbeth, alcanza una aburrida corrección, que a veces quiebra intentando llamar la atencion del público con innecesarios graznidos o gestos efectistas.
Esto viene enlazado a otro tema mas genéico, que ya hace a la concepción que productores y gente de teatro tiene del público en la actualidad. Da la sensación de que existe cierta subestimación del público que suele acudir al teatro en general, y al San Martin en especial, como que existiera una necesidad de atraer la atención de la gente, que de lo contrario no disfrutaría de una puesta clásica de la dramaturgia universal. Lo cual se ve evidenciado por el hecho de adaptar el texto para que los personajes se tuteen o pronuncien la "y" aporteñada, o bien, lo que me generó mas sorpresa, por la incorporación de un monólogo al estilo "stand up" entre dos actos, en el que uno de los personajes del elenco juega con que los "porteros" de los edificios reclaman llamarse "encargados".
En lo que hace a la escenografía, si lo que se buscaba era lograr un ambiente opresivo, lúgubre, propio de la trágica secuencia de hechos que brinda la historia, el objetivo se logra con creces mediante la ambientación elegida de tonos, como ya refiriera, de tipo industrial. Un acierto que no debe dejar de destacarse es el de la iluminación, siempre precisa y adecuada para cada situación.
Mas allá de los desaciertos apuntados referidos sobre todo a la direccion de actores, no deja de ser una puesta interesante a la hora de elegir en la cartelera portena. Ademas, siempre vale la pena escuchar esos textos inmortales que, con mayor o menor calidad en lo interpretativo, son y serán una caricia para el alma.
Trivia: a no pronunciar el título de la obra, en el mundo del teatro se lo considera de mal agüero.