lunes, 7 de diciembre de 2015

ENTRE DOS MUNDOS, por Mariela Langdon





Entre dos mundos
por Mariela Langdon
Noche Árabe, de Roland Schimmelpfennig. Dirigida por Ginna Álvarez. Con Belén Acosta, Raúl Jiménez, Leonardo Massari, Jimena Lizaso y Sergio Romero. En el Teatro del Borde, Chile 630, San Telmo, CABA. Funciones: viernes de Noviembre 23,15 hs. También 4 y 11 de Diciembre. Entradas: $ 120.-

Es probable que múltiples asociaciones se disparen desde el texto de este dramaturgo alemán contemporáneo, cualquiera sea el escenario geográfico de la representación. Nosotros podríamos establecer relaciones con textos universales y locales, como la antigua recopilación de Las mil y una noches; o Sueño de una noche de verano, de William Shakespeare; La bella durmiente del bosque, de los hermanos Grimm; El conventillo de la Paloma, de Alberto Vacarezza; o Babilonia de Armando Discepolo; por nombrar sólo algunas de las obras que difieren entre sí por su género o procedencia y que se pueden cruzar en el imaginario colectivo cuando Noche Árabe comienza a funcionar.

Si tomamos algunos elementos de las piezas citadas encontramos al genio atrapado en una lámpara, a los juegos eróticos, a los embrujos de amor que suceden en un abrir y cerrar de ojos, al poder del beso para despertar a la vida, a las rivalidades con el que es diferente, a la atracción por lo exótico y al error humano como sello de un destino trágico. Tantos condimentos proponen un nuevo estofado, un sabor especiado que amplía el menú del restaurante tradicional. Una experiencia dramatúrgica importada que hace convivir dos corrientes teatrales en un mismo texto: la dramática canónica y la postdramática.

La fantasía, el mito, la interculturalidad, el policial, la comedia y la tragedia se mixturan en la historia que Schimmelpfennig nos cuenta. Su escritura es novedosa porque narra de un modo diferente. El intercambio de acciones que realizan los personajes representan el inicio, el nudo y el desenlace de un hecho concreto, pero sus palabras no participan de ese espacio y tiempo corporal, sino que aparecen unidas por un montaje que se da como desahogo simultáneo de lo que ahí pasa. La construcción se evidencia cuando todo el conjunto, finalmente, se determina en el espectáculo.

En el transcurrir, la palabra se sale de ese pasado continuo, lo hace para interpelar a los espectadores. El texto acota los sucesos a público en forma permanente. Lo que los cuerpos van mostrando son diálogos físicos con oralidad monologada en fragmentos combinados. Es un cruce de cinco monólogos en un juego de encastre. La disociación se da porque el tiempo y el espacio corporal no son los mismos que los de la palabra. Son dos carriles por donde la acción va a la par en intermitencias constantes, como las guirnaldas de luces de los árboles navideños que hacen guiños y muestran las distintas fases de sus combinaciones.

Gran desafío para los actores es extenuar la corporalidad y el discurso en forma disociada, constante y coordinada. El ritmo no decae, satura y se precipita. La puesta en escena es precisa y compleja, los cuerpos atraviesan el espacio en todos los niveles imaginables. Se lanzan, reptan, se erigen, circundan, se ocultan, develan y se desplazan como gusanos en un queso agujereado; marean y embriagan. Entrar en este código exige una atención plena del espectador, no es una dinámica plácida, no es un bálsamo poético. Es un entretejido simbólico que se despliega desde un relato cotidiano que contiene un crimen pasional.

Las etnias de los personajes y una escenografía que se hace notar por su construcción exacerbada erigen a esta Torre de Babel. Allí conviven Oriente y Occidente en una relación que fluye a través de la idea de lo acuoso, por lo tanto inestable. En la vecindad de la ficción, el agua que no pasa por las cañerías se derrocha en la bañadera de la mujer de raza blanca, y, el calor que los sofoca a todos los hace descender al infierno de la muerte o subir al limbo del amor, sin términos medios. Las dos figuras femeninas subliman esas ideologías y establecen la tensión entre ambas formas de hacer mundo. Noche Árabe invita a reflexionar sobre lo que no dice, porque el efecto de sentido se produce en la coyuntura internacional que se da en este Noviembre de 2015 cuando la paz entre los hombres no se sostiene y la angustia hace foco en las hostilidades del Estado Islámico y Francia.





COSA DE PAYASOS, por Mariela Langdon

Cosa de payasos
por Mariela Langdon
Reflexiones sobre objetos artísticos discriminados y estéticas teatrales que laten por necesidad popular. Una mirada sobre los trayectos del arte.

Qué es arte y qué no, es la pregunta fundamental que exprimió el pensamiento de muchos estudiosos del tema. Lo cierto es que se le sacó el jugo, y el resultado fue un cóctel posmoderno a gusto del consumidor, a quien, debido a la mediatización que sumaron los avances tecnológicos, se le facilitó el acceso masivo a obras de todo tipo. Según el criterio del espectador, evaluando entre novedades y tradiciones, es habitual que debata entre un arte comercial y otro que no lo es para hacer su selección. Ante tanta oferta recurre, muchas veces, a la guía de las críticas de blog, pero es él quien busca e investiga sobre lo que quiere ver y saber, ya sea desde su casa o yendo a buscar la experiencia en vivo si así lo desea.

Hubo una época, del renacimiento a las vanguardias, en donde los especialistas solo admitían la idea del deleite, la de paladear un elixir de finas cepas, la de la armonía de las formas y la veneración al artista genio protegido por las altas esferas sociales. La legitimación de una pieza dependía de las condiciones impuestas por las instituciones del arte, no era el público el que decidía lo que quería ver, veía lo que le mostraban y sabía lo que no le era vedado. Quienes rompieron con ese sistema fueron los artistas de las primeras vanguardias. Lucharon para que las obras hablaran de sí mismas e introdujeron la idea del concepto: lo que se dice, más allá de cómo se lo muestra. Pero los mensajes se encriptaron en las formas, y para develarlos era necesario tener algún conocimiento específico; entonces, el arte volvió a encerrarse en un círculo para pocos.

El campo artístico comenzó a funcionar en relación a la codicia del saber y viró prontamente a la del dinero. Comprar arte “de autor” o asistir a la representación de una pieza vanguardista seguía siendo sinónimo de poder o de pertenencia al establishment. Las buenas reproducciones también se tasaron y hasta apareció merchandising oficial de algunos artistas. Este aparente callejón sin salida ya estaba infiltrado por el brebaje que se cocinó desde tiempos pretéritos con la separación entre artesanía y arte, y luego, dentro de esa delimitación, cuando se enfrentó a lo popular con lo culto. Soslayadamente, el mensaje que se transmitió fue que había un arte menor, la artesanía y lo popular, y otro en el podio. El primero más comercial, de reproducción fácil, y el otro único. A la inversa de los resultados que se fueron dando.

La tarea lineal de algunos historiadores del arte occidental alentó el conflicto debido a la metodología utilizada, tema que señaló Walter Benjamin, filósofo del siglo XX, en su Tesis de la filosofía de la historia, en la que propuso otro tipo de mapeo histórico, el de la constelación, al que podríamos entender como estrellado y relacional, todo frente a nuestros ojos en un cielo completo y dinámico. Si los recopiladores incorporan todos sus hallazgos al relato, el sentido de la historia cambia, se abre. Por el contrario, cuando las producciones artísticas no coinciden con la periodización y progresión causal y son desechadas por los historiadores porque no sirven para justificar los procesos del modo que se los quiere contar, el panorama se cierra.

Así es que quedó relegado el estudio minucioso de la evolución de una tradición artística griega que dio origen al teatro, la de la fiesta dionisíaca pura, la que no se fusionó con lo bello, ni con la celebración parsimoniosa del culto al dios Apolo, sino aquella que adoraba a Dionisos, a la embriaguez, al juego del exceso con carácter catártico. Mijail Bajtín, teórico literario del siglo XX, en su obra La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, analizó lo que ocurría en la época medieval, y describió como allí se mezclaba la danza, el canto, las destrezas corporales, la burla, la ironía y el disfraz en una fiesta sin diferenciaciones sociales, donde todos los participantes se unían por el mito, único elemento aglutinante.

En esas fiestas populares, todos se exponían por las calles como hombres completos, ya que no ocultaban lo feo y lo exacerbaban con máscaras; compartían la algarabía con seres marginales a través de la fealdad que aparecía como tragicómica, apelando a la dualidad de la risa y el dolor como expresiones liberadoras. Este modo expresivo fue ubicado en la historia de la humanidad como “carnaval”, y allí quedó, señalado en un almanaque. Los artistas que trabajaban animando esas diversiones, y que debían sobrevivir con dádivas durante todo el año, sufrieron la censura por su vulgaridad y su basamento en lo instintivo y quedaron sin el alcance para entrar siquiera a la categoría de comediantes. Por lo tanto, fueron discriminados.

Shakespeare y Molière pertenecían a esas partidas, pero sabían escribir y pudieron legitimarse. Los otros, los analfabetos, tuvieron que recurrir al ingenio, y se consolidaron en su arte con la improvisación pautada, la destreza corporal, la danza, la música, y la sátira. Emerge así un formato grupal llamado “Comedia del Arte”, en Italia, replicado luego en otras regiones de Europa, donde se actuaban variadas historias disparatadas, siempre con los mismos personajes. Esos estereotipos eran formas individuales para burlar en cada representación a los arquetipos sociales que habitaban las ciudades de su contemporaneidad. Y, quienes no ingresaron a ese modo colectivo, atravesaron la historia con los motes de juglares, trovadores, bardos, saltimbanquis, titiriteros, payasos, bufones, volatineros, o charlatanes.

Corría el siglo XIX cuando las convenciones denominaron Canovaccio, tinglado en español, a la pieza creada por estos grupos; y pasó mucho tiempo hasta que pudo debatirse sobre ella. Quedó como algo controvertido, fuera de dogma, se la clasificó como espectáculo, cuando el nombre “Comedia del arte” señala a la palabra “arte”, o como “artes del espectáculo” y no como “teatro”, cuando es “comedia”. Esta estética llega a nuestros días instituida en el circo, el teatro comunitario y el callejero. Paradójicas “nuevas” valoraciones, potencian a este arte ancestral en planes de políticas culturales como método de inclusión social y es retransmitido en escuelas especializadas o en cátedras de universidades, donde la pantomima, los malabares, la improvisación, o la danza aérea, por ejemplo, ya no son una mala palabra, sino técnicas de entrenamiento o un estilo de puesta en escena.

La vigencia de esta línea estética, delata que el camino que se había intentado bifurcar no pudo matar lo genuino, y que la necesidad del público y de algunos artistas de ir al magma también incentivó a la fracción culta para desarrollar, al transcurrir de los años, una amplia porción del teatro de texto a través de entremeses, farsas, sainetes y vodeviles, como subgéneros menores, y la instauración del grotesco, en todas sus acepciones, como género estable. Entonces, así, dotado de títulos nobiliarios, sí se pudo admitir a un modo indiscutido de actuación para que no avergüence con su origen; y, al fusionarlo con el mundo de las letras, se pudo seguir reverenciando al “intocable” texto dramático, como único modo de hacer teatro.

Ya en el siglo XX, con dos guerras mundiales, el sector culto tuvo que ceder una vez más, pues el cambio venía desde “los campos de Apolo”, o sea del propio. Los intelectuales y hacedores teatrales rusos y europeos como Antonin Artaud, Gordon Craig, Vsévolod Meyerhold, Erwin Piscator y Bertolt Brecht, entre otros artistas, consideraron que el arte teatral no podía ignorar, ni representar tal cual era, el horror de la guerra y la degradación humana. Reciclaron la escena con una vuelta a la fiesta popular porque descubrieron que allí había algo vivo que era bueno para el mundo. Una especie de germen que podía sobrevivir a cualquier atrocidad. Fue así como diseñaron un nuevo teatro en contra del naturalista, que era el que reinaba hasta el momento, y cambiaron el arte teatral occidental hasta nuestros días encontrando un equilibrio entre lo apolíneo y lo dionisíaco. No se enfrentaron al texto dramático como tal, lo acuñaron de un modo diferente y le dieron otro sentido, el del compromiso social.

Artaud propuso volver a los griegos, a la crueldad que redime, al origen, al exceso; Meyerhold con su bio-mecánica, tomó la disciplina gimnástica de la comedia del arte y trabajó el simbolismo del hombre máquina; Piscator creó un teatro político con lineamientos mínimos de texto y espectacularidad arquitectónica en convivencia con filmaciones; Craig fijó la idea de la profesión actoral, el actor super-marioneta, no como instrumento de otros, sino él dominando su arte; y Brecht escribió el texto dramático de otro modo, lo organizó como montaje para construir mensajes con escenas fragmentadas, hizo del teatro una fiesta con música en vivo –como el dionisíaco-, evidenció el truco escénico para que el espectador pudiera objetivar lo ficcional y relacionarlo con la realidad e incluyó al estereotipo de personajes -como en la comedia del arte-, para que las masas pudieran agudizar su crítica social. Estos creadores trabajaron para una cultura teatral unificada y dejaron su legado en escritos, diarios personales, fotografías y bocetos.

Luego llegaron las plumas de Eugène Ionesco y de Samuel Beckett, el “teatro del absurdo”, con dramaturgias que plasmaban la imagen del hombre moderno, incompleto, desdibujado, incomunicado, donde el peso del texto estaba en la multiplicidad de lecturas posibles debido a particulares formas de construcción. Después hubo una expansión en los procedimientos creativos porque, a través búsquedas corporales e improvisaciones dialogadas, los elencos guiaban a los nuevos dramaturgos para la escritura, es así como surge el autor-director y la creación colectiva. En consecuencia, los directores tuvieron que reacomodarse, y algunos, comenzaron a escribir. Y, aún más, estas figuras llegaron a ser subsidiarias de una nueva: la del curador teatral que es quien propone una idea general a un director-autor o a un autor-director, según el caso, o a varios, si se los reúne para un ciclo. Éstos trabajan con sus elencos en función de lo propuesto por el curador, quien pone el sello final. Esta apertura también se da en las puestas en escena que mixturan variados lenguajes artísticos en un mismo proyecto, como es el caso de la performance que se instaló antes de terminar el siglo pasado como salida del atolladero en que se habían metido las neo-vanguardias de cada disciplina.

El grupo mencionado había agotado sus ideas cuando llegó a extravagantes límites creativos como lastimarse el cuerpo en público o insultar a los espectadores, por ejemplo. Para revitalizar la escena tuvieron que fracturar el encierro en el que estaban, salirse de sí y unirse entre disciplinas diversas. Experimentaron el trabajo grupal de acciones simbólicas en un nuevo modelo performático y de allí nació otro apéndice, el subgénero bio-drama, invención argentina de la curadora-directora-artista plástica Vivi Tellas, que es una pseudo-ficción basada en la biografía, una vuelta a lo real haciendo público lo íntimo. Entre tanta expansión y melange en continuo, el público adolescente, que ya casi no mira la televisión, se aboca a internet para ver a los youtubers que muestran su vida cotidiana como si fuera una telenovela; se lavan los dientes, cuentan chistes, y cantan canciones mientras se dan una ducha. Son los nuevos “actores” de moda.


Tomando el concepto del filósofo contemporáneo Gianni Vattimo, en El fin de la modernidad: nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna, creamos una figura poética en honor a Baco y decimos, como conclusión, que el fermento de las vides, con tanto vaivén, hizo estallar el arte. En esa explosión es que agoniza su alambique: la estética filosófica tradicional. El vino derramado fue estetizando y embriagando a la existencia misma, y, si es que hemos vuelto al carnaval y estamos en un exceso superlativo constante, por el momento quedan dos caminos: volver la vista a Brecht o seguir tirando serpentinas.



domingo, 6 de diciembre de 2015

KRYPTONITA




Ficha: Dirección Nicanor Loreti
Guión Nicanor Loreti, Camilo De Cabo, con la ayuda de Paula Manzone y Nicolás Britos. Basado en una novela de Leonardo Oyola.
Protagonistas Diego Velázquez, Palomino, Pablo Rago, Lautaro Delgado, Diego Cremonesi. Con la participación especial de Diego Capusotto, Nicolás Vázquez, Carca.
Productores Jimena Monteoliva, Nicanor Loreti
Fotografía Mariano Suárez
Música Darío Georges
Montaje Nicanor Loreti, Francisco Freixá


Sinopsis: Kryptonita narra las vicisitudes de un médico nochero del hospital Paroissien ante el ingreso de Nafta Súper, un superpoderoso líder de una banda criminal. En la historia el médico, ansioso por terminar su turno de tres días, recibe en la guardia a un hombre herido, Nafta Súper, detrás de él llega su "banda" que le exige que lo mantenga vivo hasta que amanezca, mientras se atrincheran esperando la llegada de la policía.





Comentario: La idea es excelente. ¿Qué hubiera pasado si los personajes principales de la Liga de la Justicia hubieran nacido en el Conurbano Bonaerense? Situar a los íconos de DC (Súperman, Flash, La Mujer Maravilla, Linterna Verde, Batman, y hasta el Guasón) en versiones locales y muy marginales del Gran Buenos Aires suena muy bien, muy interesante, con muchísimo potencial. Ahora bien… si una buena idea no es desarrollada con mucho cuidado en su traspaso de un libro a su versión para la pantalla grande, pasa lo que pasó en “Kryptonita”: el desperdicio de una buena idea.
En la trama de la película de Nicanor Loreti, Nafta Súper (el Súperman local) y su banda se dedican a cometer atracos para darle el botín a personas y grupos necesitados; pero el líder de otra banda rival aliada a la policía Bonaerense le tiende una trampa y lo hiere con kryptonita. Así, Nafta Súper es llevado al Hospital Paroissien por los miembros de su banda, donde será atendido por un médico de guardia. Lo estabilizan, pero hay que pasar la noche para ver si con la luz del sol el líder de la banda se recupera. El problema es que la Bonaerense intentará terminar el trabajo durante esa larga noche.
Con esta historia, se podría haber realizado un excelente film, mezclando las dosis justas de acción, aventura, humor, con un muy buen ritmo y buenos diálogos. Lamentablemente, no pasa eso en esta versión. Casi toda la película está filmada al modo de las películas argentinas de los 80´, sombrío, casi exclusivamente en primeros planos, con muy mala iluminación y fotografía. La música también parece ochentosa (lo que no significa para nada que sea mala, sino que, tal como suena, parece desactualizada), con sintetizadores en ritmos básicos y aburridos. Lo peor es que la película carece de todo ritmo, como si en la idea original se hubiera depositado toda la carga de la película. Así, se trata de un diálogo en tono marginal detrás de otro, donde los miembros de la banda le van explicando al médico quiénes son y quien es Nafta Súper… Lo peor, son unos 10 minutos de monólogo de parte de Lady Di (el travesti – Mujer Maravilla) llorando frente a Nafta Súper para que se recupere… y la falta de escenas de acción. Casi no hay escenas de acción en toda la película (acaso dos o tres, pobremente realizadas). ¿Habrá sido por falta de presupuesto? Sin dudas la mejor parte del film es aquella en la que aparece Diego Capussoto como “Corona”, un Guasón local que hará de intermediario (muy parcial, en realidad) entre la Bonaerense y la banda sitiada. A la película le faltan diez buenos gags, 15 minutos de pura acción y una vuelta de tuerca en su historia (… y … le sobra el monólogo de Lady Di).




Así, se desperdicia una preciosa oportunidad para realizar una muy buena película argentina alejada del formato que copó el cine local en los últimos 30 años, el llamado “cine de autor”… entendiéndose por eso a: un film basado casi exclusivamente en dos chicas lindas que pasan un fin de semana en el campo (o una terraza, o una playa) donde no pasa nada en dos horas, son solo ellas mirando el campo (o los edificios, o el mar), y cada tanto charlan sobre filosofía barata y hacen comentarios cínicos sobre cine, hasta que reciben la visita de un amigo marginal que genera una tensión sexual, y las ayuda a reflexionar que están repitiendo la misma vida que su abuela… que peleó durante la última dictadura. Son esa clase de películas locales con diálogos escritos en metalenguaje de estudiantes de cine, amadas por los críticos argentinos, y que ganan algún premio siempre en algún festival; pero que a la vez son en su gran mayoría, un embole atroz de dos horas de duración que no va a ver nadie y que solo disfruta el director y un par de amigos snob. Si bien nadie está en contra de este tipo de cine, acá se lo ha sobrevaluado, confundido y se le ha otorgado el nivel de “cine arte” mientras que se desvalorizó otro tipo de propuestas.
Pero cada tanto se hace cine con otras características, y muy bueno. Acá se hizo “Moebius”, “Esperando la carroza”, “El lado oscuro del corazón”, “Nueve reinas”, “El secreto de sus ojos”.
Kriptonita pudo haber sido una gran película, divertida, original, pero no supo ir más allá de una buena idea. La propuesta es tan buena que por su empuje zafa de poder decirse que es mala. Quizás alguien se anime a hacer una continuación con estos personajes, en una historia con el ritmo, realización, humor y la acción que le falta a esta.

Opinión: REGULAR