lunes, 27 de julio de 2015

Comentario: "Gigoló"

Corren los años 20; Argentina, granero del mundo. El papel de la mujer se limitaba a ser buena esposa y madre; a estudiar piano, bordado, y algún idioma. Aquella que escapara a estas convenciones sociales y no estuviera dispuesta a someterse a los prejuicios morales de una sociedad machista, debía atenerse a las graves consecuencias que implicaba su conducta, que iban desde la simple censura hasta la marginación social. 
Enrique García Velloso, dramaturgo, director y guionista de cine (dentro de su filmografía cabe mencionar especialmente a "Amalia" por ser el primer largometraje producido en la Argentina), aquel que impulsó la ley que reconoció el derecho de los autores y la creación de Argentores, de la que fue su primer presidente, explora en la obra Gigoló la hipocresía de la burguesía porteña de posguerra. Y lo hace a través de la historia de Clara, una mujer madura y hermosa que quince años atrás fue abandonada por su marido y, quedando a cargo de su hija, no encontró mejor opción para mantener su acomodado estilo de vida que convertirse en dama de compañía de un señor acaudalado. Hace tres años que Clara partió a Europa en rol de acompañante, dejando a su hija adolescente Albertina al cuidado de las monjas de un colegio pupilo. El día de su regreso, y a pocos minutos del ansiado reencuentro con su hija, le llega una carta de su marido, quien luego de tantos años exige mantener una reunión a fin de reclamar sus derechos para con la niña y hasta como marido.
"La Profesión de la Sra. Warren", de Bernard Shaw; "Casa de Muñecas", de Ibsen; "Ana Karenina", de Tolstói; Madame Bovary, de Flaubert, entre muchos otros, son clásicos de la dramaturgia y la literatura del siglo diecinueve y principios del veinte que nos muestran el rol impuesto a la mujer y el destino, muchas veces trágico, que esperaba a aquella que se atreviera a cruzar los límites morales impuestos por la sociedad. Nuestra Clara, aquella creada por García Velloso, es una mujer sin las ataduras morales o complejos que hasta su círculo mas íntimo trata de imponerle. Disfruta de los lujos que su belleza, como refinada moneda de cambio, le brinda.  Conoce sus encantos y lo que estos generan en Miguel, ese señor adinerado de avanzada edad que la trata con cariño y mantiene su costoso estilo de vida. Y así vive durante muchos años; se cree bajo control de la situación, tiene siempre gente alrededor a su servicio, sea por conveniencia o cariño genuino. Pero esa seguridad se desmorona a causa de algo que probablemente Clara no sentía hace mucho tiempo, la pasión que despierta en ella un joven de dudosa reputación del que todos los que la rodean recomiendan alejarse, un gigoló.
La ventaja de contar con un teatro municipal en nuestro país es tener la posibilidad de asistir a puestas en escena de obras clásicas de la dramaturgia que los capitales privados, sea por el motivo que fuere, no estarían dispuestos a producir. Ese acierto de concepción de lo que debe ser la promoción de la cultura le dio a la directora Susana Toscano la posibilidad de cumplir uno de los sueños de su vida, dar vida a estos tan ricos personajes creados por un autor emblemático de nuestro país. 
Toscano opta por una puesta clásica con grandes paneles de estilo art decó ubicados a los costados del escenario, los que se convierten en tabiques que facilitan las entradas y salidas del elenco. El lugar donde sucede la totalidad de la trama es el living de la casa de Clara, con pocos pero muy apropiados elementos de escenografía. El escenario del teatro Regio es amplio, profundo en sus dimensiones, y la puesta ayuda a cubrir todo el espacio de un modo adecuado. 
Otro acierto ha sido la elección de la actriz protagónica. Se trata de un papel muy complejo, una mujer que escapa a los convencionalismos y disfruta de una vida de lujos y excesos, aunque sufre al mismo tiempo la censura de todos cuanto la rodean, inclusive la de esa hija que se avergüenza de la conducta de su madre. Clara puede mostrarse con gran fortaleza en un momento, e instantes después desesperar ante el peligro que implica ese pasado que regresa, o la inminente traición de aquel a quien se atrevió a amar. O sea, no es una Tallulah Bankhead, la inefable leyenda del teatro quien por la misma época en que vivió nuestra heroína pronunciara su célebre frase "si volviera a nacer cometería los mismos excesos, pero antes...". A Clara sus excesos le terminan doliendo.
Con buen tino se eligió a una actriz de oficio, que puede meterse en la piel de este ser que transita diversos estados de un modo sobrio, sin sobrectuar, en una composición que va in crescendo hasta llegar al climax de la trama. Andrea Bonelli logra captar la esencia del personaje, y encanta a la platea, con belleza y gracia, como la misma Clara. Acompaña cada texto con movimientos acordes, utiliza los objetos que tiene a su alcance con la comodidad que brindan los años de experiencia sobre las tablas. 
El elenco, en cambio, no es homogéneo. Diera la impresión que el Complejo teatral de Buenos Aires ya contaba con el elenco con contrato firmado antes de decidir qué obra se realizaría, y se acomodaron los actores "a presión" a los personajes del texto. Hay quienes se lucen más que otros, como el caso de Pepe Novoa interpretando con toda simpatía a un dandy porteño de avanzada edad, que brinda los consejos propios de un hombre con mucha experiencia en la vida; el de María Ibarreta, como la amiga no tan incondicional de Clara; y no puede dejarse de mencionar la solidez de Víctor Hugo Vieyra, quien en el papel de Miguel logra uno de los momentos más tensos y emotivos de la obra cuando confiesa su devoción y desilusión frente a la mujer por la que se siente engañado. Pero así como la actuación de Vieyra estimula y potencia la de la protagonista, la de Pablo Cedrón la opaca. Este actor, también de larga trayectoria, encarna a Ezequiel, aquel marido que abandonara a su familia quince años atrás y amenaza ahora con quitarle a Clara a su hija argumentando que su estilo de vida licencioso es dañido para la pequeña. No puede decirse que en este caso se perciba un trabajo de preparación del personaje, una composición. Cedrón se limita a decir su letra, en ocasiones casi tartamudeando y hasta con problemas de dicción. No es creíble, no queda claro qué matices quiere darle a su personaje. Pareciera que se hubiera limitado a estudiar la letra de memoria, bajar la cabeza y pronunciarla. 
Por su parte, Esteban Prol realiza un trabajo esteriotipado como el amigo afectado y confidente de Clara, y entra y sale de escena sin conectarse con los otros actores, sin crear los vínculos que propone la historia.
Tampoco pareciera apropiada la elección de Martín Slipak como el "gigoló".  Su trabajo parece forzado, una maquieta de lo que debería ser un joven tanguero seductor cuya virilidad encendiera la pasión de nuestra heroína al punto de derrumbar el tenue equilibrio que por años había logrado. 
Pero, en conjunto, el producto funciona, satisface. El texto es bello, tiene una cadencia de gran armonía. Entre tantas puestas en cartel donde el lenguaje soez es uno de los protagonistas, el purismo a la hora de expresarse puede resultar un respiro.
Como todo texto rico, genera debate. Algunos se apiadarán de Clara, juzgada por todos los que la rodean, hasta sus seres más queridos. Otros dirán que ella es la única responsable de sus desdichas. O sea, como nos suele pasar con Nora, o con la Sra. Warren, con Anna Karenina o con Madame Bovary.

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